Que el hombre no tenga un control total de su imaginación y pensamientos es muy curioso. Si su mente es parte de su ser, ¿por qué no la puede controlar sino muy parcialmente?. Pero tampoco puede controlar la mayoría de las funciones de su cuerpo. El funcionamiento de casi todos sus órganos es automático e independiente de su voluntad. Es más, ni siquiera es consciente de muchos de ellos ¿Quién sabe lo que está ocurriendo en su hígado o en sus riñones en este momento? ¿O qué procesos se llevan a cabo en su estómago o en sus pulmones? Cabría preguntarse: Si son parte de su cuerpo, ¿cómo es que funcionan sin su permiso?
¿Quién sabe lo que está ocurriendo en su hígado o en sus riñones en este momento? ¿O qué procesos se llevan a cabo en su estómago o en sus pulmones? Pero ¿qué pasaría si dependiera de su atención y de su voluntad el funcionamiento de sus órganos: el latido de su corazón, la secreción de jugos gástricos, etcétera? Olvidarse tan sólo de una de esas funciones podría serle fatal. Los recién nacidos y los niños morirían rápidamente. Por eso Dios en su infinita sabiduría hizo que el funcionamiento de los procesos internos que nos mantienen en vida no sólo a nosotros sino a todos los seres vivos fuese independiente de nuestra atención y de nuestra voluntad.
Nosotros gobernamos felizmente sólo una pequeña fracción de las funciones y capacidades de nuestro cuerpo, principalmente los llamados músculos estriados de la cara, boca, cuello y el resto de los miembros, que controlan los movimientos de brazos, piernas, nuestro caminar, etcétera. Pero en nuestras células se producen a cada instante millones de transacciones químicas y de otro tipo, un hormiguero de interacciones constantes que ocurren sin que ni siquiera sepamos en qué consisten.
Igual pasa con nuestra mente. Nos atraviesan cantidades de pensamientos, algunos indeseables, otros agradables, sin que podamos hacer nada para detenerlos. ¿Cómo detener el flujo constante de pensamientos en nuestra mente? Se requiere de una disciplina difícil de desarrollar.
Así pues el hombre es señor de solo una pequeña parte de su ser. Todo el resto lo controla Dios o está ligado a factores aleatorios o desconocidos de su naturaleza. Lo único que le es propio es su voluntad, porque ni siquiera sus sentimientos están bajo su control y aun la libertad de su voluntad está condicionada y limitada por las influencias del entorno, y por la debilidad de su carne. Desea esto o aquello que se presenta delante de sus ojos y no puede resistir a las solicitaciones de su sensualidad sin la ayuda de Dios.
En verdad, cuán acertada es la frase de David: "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?" (Salmos 8:4) Somos tan limitados, pequeños e impotentes como el polvo de la tierra y, sin embargo, ese ser minúsculo dependiente de Dios se atreve a rebelarse contra su Creador.
El hombre habita en un cuerpo que es su morada terrenal sin llegar a poseerlo totalmente y algún día tendrá que dejarlo. Así como hay prendas de "lavar y usar", nuestro cuerpo es una prenda de "usar y enterrar". Sin embargo, a pesar de que es una morada provisional, el cuerpo es un organismo extraordinario, de una complejidad y perfección maravillosas en cuyos secretos la ciencia apenas está empezando a penetrar.
Dios se tomó el trabajo de construirlo (el cuerpo humano) minuciosamente en todos sus admirables detalles. Dios hizo de él una extraordinaria pieza de arte, a pesar de que nosotros lo usamos por muy poco tiempo, como esos aparatos de un solo uso que después de ser usados se descartan.
BENDICIONES
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