Jehová dirigió su palabra a Jonás hijo de Amitai y le dijo: «Levántate y vé a Nínive, aquella gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha subido hasta mí». Pero Jonás se levantó para huir de la presencia de Jehová a Tarsis, y descendió a Jope, donde encontró una nave que partía para Tarsis; pagó su pasaje, y se embarcó para irse con ellos a Tarsis, lejos de la presencia de Jehová.
(Jonás 1:1–3)
¿Cómo podemos saber si nuestro Dios nos está hablando? Esta pregunta es importante, pues la vida del creyente, que debe vivirse en obediencia a él, no será posible si no podemos discernir lo que él nos está diciendo. De modo que necesitamos alguna forma de evaluar si la palabra que recibimos es realmente Palabra de Dios, o no.
Nuestra capacidad de convencernos que lo que hemos escuchado es Palabra de Dios no tiene límites. No es esto, sin embargo, ninguna garantía de que esto haya acontecido. Cuando Saúl perseguía a David, y hacía ya tiempo que el Espíritu de Dios se había apartado de él, vinieron a decirle dónde se escondía el fugitivo pastor de Belén. El rey exclamó: "Benditos seáis vosotros de Jehová, que habéis tenido compasión de mí" (1 S 23.21).
Nosotros sabemos, sin embargo, que esto no aconteció por la mano de Dios. Ni tampoco estaban en lo cierto los hombres de David cuando le animaron a matar a Saúl, diciendo "Jehová ha entregado en tus manos a tu enemigo".
La verdad es que si deseamos algo con suficiente pasión, podemos fácilmente convencernos de que Dios mismo está detrás de nuestros proyectos y que es él quien nos habla con respecto a ellos.
Una de las características que vemos en las Escrituras, sin embargo, es que la Palabra incomodaba al que la recibía. Hasta le podía parecer escandalosa o ridícula.
Piense en Moisés argumentando con Dios frente a la zarza.
Piense en Sara que se reía de la propuesta de un embarazo en su vejez. Piense en Jeremías confundido por el llamado de Dios.
Piense en Jonás, que huyó de la presencia de Dios.
Piense en Zacarías frente al anuncio de un hijo.
Piense en el joven rico, que se fue triste porque tenía mucho dinero.
O piense en los que dejaron de seguir a Cristo, porque sus palabras eran muy duras.
La lista es interminable. En todos hay una constante. Cuando Dios habló, las personas se sintieron incómodas, indignadas, desafiadas, escandalizadas… ¡pero nunca entusiasmadas! La razón es sencilla; estamos en el proceso de ser transformados, y su Palabra siempre va a chocar con los aspectos no redimidos de nuestra vida. Al escuchar lo que nos dice, la carne inmediatamente se levantará a protestar.
Piensa esto:
Si las únicas palabras que usted escucha hablar al Padre son siempre las Palabras que le hacen sentir bien o que le conceden lo que usted quiere, puede estar seguro que no es el Señor el que le está hablando. Cuando él habla, lo más probable es que a usted se le ocurran muchas razones para convencerse de que ¡no es Dios el que está hablando!
BENDICIONES
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