lunes, 6 de enero de 2014

Superar el pasado

La historia de José y sus hermanos señala caminos alternativos ante los conflictos de la vida,
(Génesis 37).
Superar el pasadoUna relación compleja

La familia de Jacob posee todos los matices de una comunidad disfuncional. Él repitió con sus hijos el mal que había padecido en su propia familia: amaba más a José y a Benjamín que a sus otros diez hijos (37:3). Seguramente ellos dos, percibiendo ese trato preferencial, lo aprovecharon para su propio beneficio.
José llevaba "a su padre malos informes" sobre sus hermanos (37:2), lo que exacerbaba las tensiones en las relaciones fraternas. "Y vieron sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos; por eso lo odiaban y no podían hablarle amistosamente". (37:2–4).

El cuadro contiene todos los ingredientes necesarios para un intenso y prolongado
conflicto familiar. Cuando José contó a sus hermanos su primer sueño "ellos lo odiaron aún más" (37:5). Tanto veneno había penetrado en ellos que, cuando la vida les propició aquella inigualable oportunidad para deshacerse de este hermano, no titubearon en tramar su muerte (37:30). Tan solo la intervención de Rubén salvó la vida de José, aunque terminaron vendiéndolo como esclavo a unos traficantes madianitas.

Consecuencias inesperadas
Cuarenta y dos años después de haber vendido a su hermano, seguían esperando el castigo tan temido.Los hermanos de José seguramente pensaban que se habían sacado de encima una insoportable carga. La ira del hombre, sin embargo, no obra la justicia de Dios (Santiago 1:20). Más bien, cuando el sol se pone sobre el enojo abre la puerta para que el enemigo siembre engendre muerte en el corazón (Efesios 4:26–27)

El primer revés lo sufrieron cuando regresaron a casa y le contaron a su padre la muerte del joven: no consiguieron asegurarse el afecto que tanto anhelaban de parte de su padre. "Sus hijos y todas sus hijas vinieron para consolarlo, pero él rehusó ser consolado, y declaró: Ciertamente enlutado bajaré al Seol por causa de mi hijo. Y su padre lloró por él" (37:34–35). Esta es la consecuencia menos dolorosa de sus acciones. De muchísimo mayor peso resultaría el tormento interior con el cual los diez vivirían durante las próximas décadas.

Una escena, ocurrida al menos veinticinco años después de la trágica decisión de vender a su hermano, revela cuán profundamente los había afectado su propia acción. Ya de regreso en Egipto para comprar alimentos, José (a quien no habían reconocido aún) los interrogaba duramente acerca del robo de su copa. «Entonces se dijeron el uno al otro: Verdaderamente somos culpables en cuanto a nuestro hermano, porque vimos la angustia de su alma cuando nos rogaba, y no lo escuchamos, por eso ha venido sobre nosotros esta angustia. Y Rubén les respondió, diciendo: ¿No os dije yo: “No pequéis contra el muchacho” y no me escuchasteis? Ahora hay que rendir cuentas por su sangre" (42:21–23).

A pesar de la bondad que José les manifestó, luego del reencuentro, no consiguieron escapar de aquel asunto que atormentaba sus almas. Cuarenta y dos años después de haber vendido a su hermano, seguían esperando el castigo tan temido. Así que, ante la muerte de Jacob, pensaron: "quizá José guarde rencor contra nosotros, y de cierto nos devuelva todo el mal que le hicimos. Entonces enviaron un mensaje a José, diciendo: … te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre" (Genesis 50:15–16).

Por no haber resuelto el espíritu de venganza que los llevó a vender a José, continuaban viendo la vida a través de aquella lente. José había dado amplias muestras de que no era vengativo y, no obstante, ellos no podían escapar del espíritu que se había instalado en sus corazones. ¡Toda una vida derrochada por no haber abierto sus corazones a la obra sanadora de Dios!

Vidas en contraste

El tormento y el desconcierto de los hermanos se muestra en fuerte contraste con la figura de José. La historia no nos provee mayores detalles acerca de su propio peregrinaje hacia la sanidad. Solamente destaca que "el SEÑOR estaba con José, que llegó a ser un hombre próspero" (39:2) y que "le extendió su misericordia, y le concedió gracia" (39:21).

Sin conocer el proceso por el que atravesó, suponemos que, sin duda, sostuvo una intensa batalla personal contra la amargura, el odio y el rencor. Nuestra humanidad no supera semejante golpe en un instante. No obstante, en algún momento logró recuperar la comunión con Dios. El salmista afirma que la intimidad con el Señor es el fruto de un corazón limpio. "¿Quién subirá al monte del SEÑOR? ¿Y quién podrá estar en su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro; el que no ha alzado su alma a la falsedad, ni jurado con engaño. Ese recibirá bendición del SEÑOR, y justicia del Dios de su salvación" (24:3–5).

Cualquier profesional de la consejería podrá testificar que una de las primeras bajas de un corazón endurecido es la capacidad de llorar, especialmente en lo que a hombres se refiere. La ternura que demuestra José a quienes peor lo trataron en la vida manifiesta cuán profundo había llegado la sanidad de Dios en su alma. En la primera visita "José lloró" cuando reconoció a sus hermanos (42:24). De igual manera, en la segunda visita "José se apresuró a salir, pues se sintió profundamente conmovido a causa de su hermano y buscó donde llorar; y entró en su aposento y lloró allí" (43:30–31). Ante el desconcierto de los hermanos por el incidente de la copa robada "lloró tan fuerte que lo oyeron los egipcios, y la casa de Faraón se enteró de ello" (45:2). La persona que goza de una justa perspectiva de su propia fragilidad y pequeñez se resiste a criticar a los demás
Cuando finalmente se descubrió ante ellos, observamos que "se echó sobre el cuello de su hermano Benjamín, y lloró; y Benjamín también lloró sobre su cuello. Y besó a todos sus hermanos, y lloró sobre ellos; y después sus hermanos hablaron con él" (45:14–15).

El camino de la libertad

Aunque la Biblia no nos provee detalles acerca del proceso que experimentó José, sí poseemos registro de los principios que propiciaron la sanidad de su alma. Solamente la persona que se afianza en estos principios, mientras padece injusticias y traiciones a manos de otros, podrá superar el pasado y avanzar, libre, hacia los proyectos que Dios ha preparado para sus hijos.

1. La mano soberana de Dios
Cuando José escogió mostrarse a sus hermanos, los consoló: "Ahora pues, no os entristezcáis ni os pese por haberme vendido aquí; pues para preservar vidas me envió Dios delante de vosotros … Ahora pues, no fuisteis vosotros los que me enviasteis aquí, sino Dios" (45:5–8).

José entendió que Dios está por encima aun de las maquinaciones perversas del enemigo. Ningún acontecimiento ocurrido en nuestras vidas ha escapado al control del Soberano. Aun cuando las motivaciones de quien los ejecuta sean perversas, el Señor los aprovecha para alcanzar sus propósitos soberanos en la vida de sus hijos.

Es esta convicción la que llevó a Pablo a regocijarse frente al hecho de que algunos "proclaman a Cristo por ambición personal, no con sinceridad, pensando causarme angustia en mis prisiones. ¿Entonces qué? Que de todas maneras, ya sea fingidamente o en verdad, Cristo es proclamado; y en esto me regocijo, sí, y me regocijaré" (Filipenses 1:18–19). El apóstol confiaba plenamente en la capacidad soberana que posee el Señor de aprovechar la perversidad del ser humano para sus propios proyectos.

A la hora de sufrir injusticias y traiciones el agraviado puede elevar sus ojos más allá de los hechos y afianzarle en la convicción de que ningún plan, aún el más malvado, puede descarrilar el proyecto de Dios. Su soberana supervisión es fuente de paz y descanso.

2. Una tarea reservada para el Altísimo
El segundo principio se evidencia en las palabras que habló a sus hermanos, en Génesis 50: "No temáis, ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo tornó en bien" (19:20).

José entendía que al hombre no se le ha permitido juzgar a sus pares, porque solamente Dios conoce verdaderamente el corazón de cada uno. Este es el mismo principio que llevó a Cristo a reprender a los maestros de la Ley, que exigían que la mujer sorprendida en adulterio fuera apedreada: "El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en tirarle una piedra" (Juan 8:7). Ellos confiaban en que podían condenarla porque ellos nunca habían cometido adulterio. No obstante, el mal que lleva a los hombres a la infidelidad matrimonial también yacía en sus corazones.

En algún momento de su peregrinaje José entendió que él padecía el mismo mal que sus hermanos. De hecho, aunque no los había vendido, sí se había dedicado a presentarle a su padre malos informes sobre ellos, que también procede de la traición. La persona que goza de una justa perspectiva de su propia fragilidad y pequeñez se resiste a criticar a los demás. Está demasiado absorto en asegurar la bondad de Dios para su propia vida como para estar evaluando a los que lo rodean. Su necesidad de misericordia lo lleva también a desear que el Señor extienda misericordia a los que están cerca de él. Se ha sometido a la exhortación de Pablo: "Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo" (Efesios 4:32).

3. Una responsabilidad confiada a Sus hijos
El tercer principio que ayudó a su restauración es su convicción de que la mejor manera de vencer el mal es obrando el bien, especialmente a aquellos que nos han injuriado (Romanos 12:21). Frente al temor de los hermanos, los animó: “Ahora pues, no temáis; yo proveeré por vosotros y por vuestros hijos”. Y los consoló y les habló cariñosamente' (50:21).

La exhortación de Pablo acompaña una enseñanza absolutamente clara sobre el tema: 'PERO SI TU ENEMIGO TIENE HAMBRE, DALE DE COMER; Y SI TIENE SED, DALE DE BEBER, PORQUE HACIENDO ESTO, CARBONES ENCENDIDOS AMONTONARAS SOBRE SU CABEZA' (Romanos 12:20). El principio resume el proceder de Cristo quien, imitando el corazón de su padre, declaró: "Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis bien a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos la misma cantidad. Antes bien, amad a vuestros enemigos, y haced bien, y prestad no esperando nada a cambio, y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo; porque El es bondadoso para con los ingratos y perversos" (Lucas 6:32–35).

Ninguna obra desactiva tan eficazmente los sentimientos de odio y rencor hacia quienes nos agravian como el bendecirlos por medio de acciones concretas de bien. Quien elige este camino, de todo corazón, no puede permanecer mucho tiempo enojado con su prójimo. Su accionar acaba derritiendo su propio corazón. Sin habérselo propuesto alcanzará la verdadera libertad que el Señor concede a aquellos que han decidido no deber a nadie nada, sino el amarse unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley (Romanos 13:8).


Bendiciones

domingo, 5 de enero de 2014

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atte. CARMIEL (VDD)

La adversidad lleva a la victoria

Textos de referencia: Romanos 8:28; Filipenses 2:12-13
 
En julio de 2000, Lance Armstrong ganó el Tour de Francia por segunda vez consecutiva. En 1999, primer año en el que triunfó, se le dio mucha importancia al hecho de que había sobrevivido al cáncer testicular que posteriormente se extendió a los pulmones y al cerebro. Pero no solo se recuperó del cáncer sino que compitió y ganó la carrera ciclística más prestigiosa del mundo.

Sin embargo, hubo quienes dijeron que la victoria de Armstrong fue vana porque no participaron algunos de los mejores competidores debido a un escándalo de dopaje. Pocos creían que ganaría en 2000, cuando regresaron a la competencia los mejores ciclistas y el recorrido fue montañoso. Y ese año no solo ganó, ¡sino que llegó con la enorme ventaja de seis minutos!

Al analizar esta victoria, un comentarista señaló que fue después de la lucha de Armstrong con el cáncer que se convirtió en un ciclista importante. Después de recuperarse de esa terrible enfermedad tenía dieciocho kilos menos, y mientras aumentaba su importancia en los años de recuperación siempre se mantuvo más delgado de lo que había estado antes. Esta pérdida de peso fue determinante en la práctica ciclística de Armstrong, y jugó un importante papel para que se convirtiera por dos veces en el ganador del Tour de Francia.

Como cristianos, a menudo nos preguntamos por qué suceden cosas malas. Sin embargo, lo que estamos llamados a difundir hoy por medio de la adversidad nos podría ayudar a tener mañana la victoria.

Como una zarza en llamas


Cada vez que leo acerca del llamado de Moisés pienso en lo inesperado y maravilloso que es Dios. Él podría haber llamado la atención de Moisés de un modo «más espiritual». Se podría haber manifestado de maneras que armonizaran más con su gloria, más grandiosas, más convincentes a los ojos humanos. Sin embargo, procedió a Su propia manera, siempre especial y desconcertante.
Cada vez que él quiere expresarse con nosotros elige un medio por el cual lleguemos a distinguirlo. En el caso de Moisés, qué mejor que despertar su curiosidad con esa simple mata, que encendió en un fuego que ardía pero sin que la consumiera. Dios siempre usa elementos simples y ordinarios, tomados de nuestro mundo, para invitarnos a su presencia.
Instrumentos ordinarios
Esa zarza tomada por Dios puede enseñarnos una clara lección. Dios elige como sus instrumentos a aquellos que se consideran poca cosa, que son prescindibles a los ojos de los demás, que no encuentran ningún valor en sí mismos. En Sus manos, sin embargo, son transformados en instrumentos poderosos.
En este tiempo Dios sigue buscando zarzas vivientes con las mismas características. Procura una simple zarza, con deseos de ser tomada por el poder divino. Él nos llama a ser una señal viva de Su poder, que despierte la atención de los incrédulos hacia él, que los atraiga por lo sobrenatural que ven en la señal, nosotros, y que puedan escuchar la voz de Dios a través de las nuestras, para liberarse de sus esclavitudes.
¿Estarías dispuesto a ser una zarza en las manos de Dios? Dios quiere usarte como un instrumento de su poder, para iluminar en las tinieblas y para llevar a los hombres a conocer la verdad.
Ingrediente indispensable
«Cualquier simple zarza sirve, siempre y cuando Dios esté en la zarza», advertía un predicador. Moisés necesitó pasar cuarenta años en el desierto para darse cuenta de que no era nada. Dios buscaba comunicarle un mensaje: «No necesito una zarza bonita, educada ni elocuente. Cualquier simple zarza sirve, siempre que Yo esté en la zarza. No serás tú haciendo algo para mí sino Yo haciendo algo a través de ti.»
Aquella zarza del desierto era un montón de ramitas secas que apenas habían crecido, y, sin embargo, Moisés tuvo que quitarse el calzado de los pies. ¿Por qué? La presencia de Dios en la zarza había convertido ese pedazo del desierto en un lugar santo.
Somos como esa zarza. Incapaces de hacer nada para Dios. Todo nuestro ministerio carece de valor si Dios no está en nosotros.
Fuego del cielo
La presencia de Dios se manifiesta a través del fuego. Es el mismo fuego que estaba siempre encendido en el altar del templo de Israel; el mismo fuego que descendió sobre el Monte Sinaí, que se reflejaba en el mismo Moisés, cuyo rostro estaba cubierto del resplandor de la gloria de Dios. También es el mismo fuego que descendió contra los habitantes de Sodoma y Gomorra como juico por su inmoralidad. Es el fuego que descendió y quemó toda la ofrenda que estaba sobre el altar construido por el profeta Elías en el Monte Carmelo, para desafiar a los sacerdotes paganos y demostrar quién era el verdadero Dios. También descendió sobre los apóstoles en el aposento alto en Pentecostés y los transformó para trastornar al mundo conocido por medio de ellos.
El secreto es que seamos personas llenas del Espíritu de Dios, que ardamos como antorchas.
«¡Dios manda tu fuego sobre nosotros!» Tienes que desearlo, tienes que buscarlo con todo tu corazón. Debes orar: «¡Padre, avívame, envía tu fuego y manifiesta tu presencia!»
Dios quiere transformarnos en zarzas ardientes, encendidas por el amor y la pasión por Dios, saturadas de su presencia, encendidas en santidad, llenas de poder para que podamos ser instrumentos en sus manos. El resultado será que los «Moisés» que por ahí van caminando, frustrados, confundidos, avergonzados y sin rumbo, escuchen a Dios y reciban una visión por la que valga la pena vivir.
Moisés dijo: «Iré a ver esa gran visión». Que tu vida desafíe a otros a compartir tu misma visión. La visión que Dios te llama a perseguir: llenar con Su gloria este mundo.